Hace un año, durante la retirada del invierno 2008, a Fernando Enrique, un vecino del muy humilde barrio de Ovejero, en la localidad de Maquinista Savio, partido de Escobar, en Buenos Aires, lo mataron en una pelea callejera, de esas que llenan de sangre absurda el día a día del conurbano. Tenía 24 años y laburaba de caddie en el campo de golf del Jockey Club de San Isidro.
Enrique dejó un legado deportivo insólito: un “club” de golf en su barrio que es un mundo de carencias. El campo está ubicado en un extenso terreno baldío de 600 metros por 150, lleno de charcos y bolsas de nylon que en algunas partes le dan aspecto de basural, y lo dirige el que era su amigo del alma, Ezequiel González, pintor desocupado de 22 años.
González aprendió hace casi una década, gracias a Enrique, a “quebrar la muñeca, abrir las piernas, arrastrar el palo hacia atrás, girar los hombros y volver al cielo”. Ésas son sus palabras. O sea, se enamoró del golf, un deporte al que, visto desde la pobreza de Ovejero, parecieran jugarlo extraterrestres de planetas tan lejanos como más allá de los muros de los countries esparcidos por decenas en esa zona del Gran Buenos Aires. El “club”, al que ahora bautizaron Línea Golf Club –Línea era el apodo de Enrique– de club sólo tiene dos cosas: la voluntad de llamarlo así de los que lo fundaron, y lo más importante: un inmenso espíritu deportivo.
No hay ni perímetro, ni vestuarios, ni un solo cartel. Los banderines son cajitas de vino en cartón tetra clavadas en palos de madera o metal, y los greens tienen el pasto corto, pero sólo de tanto pisarlos. Palos tienen sólo cuatro, regalo de un caddie. Para leer el articulo completo clic acá .
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